La crisis de los 30 y otros yuyos.
Ayer mis anteojos amanecieron reventados. Como siempre, luego de un arduo día frente a la computadora, me los quité para dormir y los dejé sobre el escritorio. Pero, en esta ocasión, amanecieron reventados. Justo había tenido una conversación con mi mamá sobre mi necesitad de cambiarlos por unos que tuvieran filtros y que también me sirvieran frente a los rayos del sol. Al parecer, escucharon y decidieron autoeliminarse.
Fuera de
esta conversación, tuve una pequeña crisis, de esas que hacen replantearte si,
efectivamente, lo que estás haciendo te hace bien, y si la gente con la que
interactúas te está haciendo bien, en mi caso, en primera persona. Sentí girar
en círculos y con un leve dolor de cabeza, me acosté a dormir.
¿Ir a vivir
a una montaña o en el monte? ¿ir a Europa? ¿alejarme de todo el drama y de la
gente que acentúa esta situación? ¿rajarme de Paraguay? ¿empezar todo desde
cero en un lugar donde nadie me conozca? Un montón de cuestiones rondándome la
cabeza, pero también con una realidad a la vista, que para todo esto suceda y
garantice una mínima calidad de vida, necesito PLATA.
Y ojo,
además de lanzarme al mar de los pensamientos, también me lancé al terreno de
la realidad que me rodea. Ya tengo 30.
¿Cuál es la
posibilidad de seguir buscando ESE LUGAR llegando a una edad en que se supone
que ya debo estar “estabilizada”? Seguiré averiguando.
Y bueno, al
parecer todo eso, impactó en los anteojos. Rotos, despegados y desarmados,
llegaron a su límite. Tuve que ir a cambiarlos, fue una inversión que no estaba
planificada, y no estaba en mi lista de pendientes del 2025, pero finalmente
fue una “inversión” coherente.
La crisis
de los 30 y otros yuyos.
Parte I